jueves 27 de marzo de 2008

Biblioteca

Estoy en la Biblioteca Nacional, pasando la tarde y peleándome con textos varios de Rosalía de Castro. Alfonso Sobrado Palomares, director de la Casa de Galicia de Madrid, me invitó a dar allí una conferencia en el mes de mayo.
- ¿Y de qué hablo?
- De lo que quieras - me dijo, muy conciliador.
Y yo, que soy la mar de original, le dije "Pues sobre Rosalía de Castro". Así que aquí me tenéis, de jueves, con cuatro libros desparramados encima de la mesa y la misma sensación de sobredosis que experimento cada vez que me meto a fondo en algún tema.
Me gustan las bibliotecas. Especialmente esta, cuyo salón de lectura tiene más de quince metros de techo. Hace tiempo, cuando vivía en una casa pequeña y feísima, me pasaba el día aquí, ahora creo que escapando de la fealdad de mi casa. Recordaba los versos de Borges: "lento en la sombra / la penumbra hueca /exploro con el báculo indeciso / yo, que me figuraba el paraíso / bajo la especie de una Biblioteca". El hombre había escrito esas líneas cuando, ciego ya, se hizo cargo de la dirección de la Bilioteca Nacional Argentina. La composición se titulaba "Poema de los dones" y empezaba así: "Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche. / De una ciudad de libros hizo dueño / a unos ojos sin luz, que sólo pueden / leer en las bibliotecas de los sueños." - Precioso ¿eh? ¿A qué te apetece leerlo entero? ¿A que te apetece leer a Borges?
También me hice un sitio en la biblioteca Tayloriana, de Oxford. El bibliotecario jefe era un tipo muy simpético, que lucía un mostacho generoso y hablaba español con alegre acento mejicano porque su esposa era de Jalisco. Én aquella biblioteca hacía siempre mucho calor, y cerraba sus puertas a las cinco, justo cuando empezaba la función de teatro en una sala en la calle contigua. Los miércoles, a las cinco menos diez, recogía mis bártulos y me iba al teatro a ver si encontraba entradas a mitad de precio. A veces había suerte. Vi de todo: desde una delirante versión de "Cabaret" producida por un grupo de jubilados - os ahorro la descripción de las cabareteras de setenta y tantos años enseñando muslamen y escote - hasta una sobrecogedroa pieza titulada "Guetto" a la que asití con el corazón encogido. Luego, al llegar a mi casa - una preciosa construcción victoriana en el barrio de Summertown - me meti en la cama y lloré hasta que me quedé sin lágrimas. Nunca ningún espectáculo me había producido un efecto así.
Son las siete, y me espera un texto de Rosalía sobre mi pupitre de la biblioteca

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